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La extranjeridad de las palabras

Actualizado: 29 abr 2022

Tainã Rocha

Gicelma Barreto Nascimento

Iassana Scariot


El ser humano es el único ser vivo que utiliza el lenguaje verbal para comunicarse. Hablar nos caracteriza y nos une como especie, pero a la vez nos distingue y separa, sea por las fronteras impuestas por los idiomas o por el malentendido intrínseco a la comunicación. Aún así, queda evidente que el lugar del habla para los humanos es central. Podemos notar eso en el modo como nombramos el primer período de nuestras vidas: infancia. Esa palabra tiene origen latina y significa “incapacidad para hablar”. Es un modo curioso de nombrar, porque enfatiza lo que nos falta inicialmente e indica la primera tarea del infante: aprender a hablar. En la infancia, somos hablados por otros (adultos, sociedad, cultura); aún antes de nacer ya somos hablados y, para aprender a hablar, necesitamos repetir un discurso que no es nuestro, pero que forma parte del universo simbólico en el que nos insertamos.

Otro ejemplo que muestra el lugar de la lengua, es cuando pensamos en la imposición de la propia lengua por los colonizadores, la lengua aparece ahí como instrumento de transmisión de una cultura que busca sobreponerse y eliminar la otra. Entonces la lengua tiene un lugar muy importante. Las palabras transmiten sentido, cultura, historia, memoria, visión de mundo… Y para hablar, uno necesita asimilar estos aspectos. No es solo gramática, uno necesita entrar en el universo simbólico de la lengua que habla o que quiere hablar.

Nuestro modo de pensar, el modo cómo sentimos, nuestra auto-imagen, el modo como vemos el mundo, todo eso está determinado por nuestra lengua. Es por medio de las palabras que conocemos el mundo. Estamos todo el tiempo traduciendo nuestras experiencias en términos lingüísticos, en nuestro idioma materno. Esa traducción es nuestro modo de construir la realidad, de apropiarnos de nuestras experiencias. Escribimos nuestra historia y construimos nuestro mundo a través del lenguaje, al mismo tiempo que el lenguaje indica los límites dentro de los cuales se puede construir nuestro mundo. Cuántas veces las palabras se muestran insuficientes, ¿no? Como si no fueran capaces de dar cuenta de todo lo que experimentamos. Aquí entra una cuestión muy importante: necesitamos nombrar para reconocer, el acto de nombrar es un acto de reconocimiento.

Pero no contamos con una infinidad de palabras y a veces las inventamos para dar cuenta de esta necesidad. Sí, faltan palabras, y nos damos cuenta de eso también cuando empezamos a aprender otro idioma. Es cuando percibimos lo intraducible de muchas expresiones o aspectos culturales de un lugar, pero también que hay traducciones que no son capaces de dar cuenta completamente de la palabra traducida. O sea, incluso cuando traducimos una palabra por otra, algo se pierde, es una traducción parcial. ¿Qué se pierde? El componente histórico, afectivo, cultural que hace de esa palabra única, traducible solo en parte, lo que hace con que no podamos comprender de todo su significado. Es necesario señalar que ninguna palabra es neutral, ellas están habitadas, son palabras cargadas de sentido condensado, que tienen una historia. Cuando trasladamos una palabra de una lengua para otra, ignoramos que cada expresión tuvo una historia diferente, por lo tanto, no son totalmente compatibles. La lengua representa también una cultura y una historia.

Entonces podemos percibir cómo es compleja la cosa. Hablar en otro idioma exige que salgamos de nuestro universo, del contexto en que compartimos códigos, y que nos adentremos en un campo desconocido, con otras reglas, otra lógica, otros sonidos. Es necesario que haya un movimiento interno de consentimiento, el sujeto necesita consentir. No se trata de una decisión consciente, sino de aceptar ser representado por estas palabras, de aceptar ser portador de un discurso que no es suyo, para poder entonces apropiarse del lenguaje y hacer con que esa lengua también sea suya.

Pero esa posición es muy difícil, principalmente para el adulto. Nos gusta tener el control sobre las cosas. Y para mucha gente, hablar sin comprender de todo lo que se dice es un desafío. Uno siente un cierto malestar, miedo a equivocarse, a ser mal interpretado, se preocupa con la pronuncia, siente vergüenza, resiste… Algunos dicen: “voy a hablar cuando sepa”, o sea, se niegan a hablar, practicar, mientras no se sientan seguros, pero ¿es posible sentirse seguro y aprender un idioma sin efectivamente hablar? Para hablar utilizamos mecanismos diferentes de los que utilizamos para pensar. Uno puede imaginar un sonido, pero solo hablando vamos a poder escuchar cómo logramos o no reproducirlo realmente.

Hablar otra lengua es volver a ocupar el lugar de infante, o sea, de incapacidad de hablar. Y qué hacen los niños pequeños? Experimentan, producen sonidos, crean frases, juegan con las palabras. Y así aprenden. Pero antes sienten angustia al no poder poner en palabras lo que quieren o sienten, al depender de la interpretación del otro para ser entendido. Algo de eso entra en juego nuevamente cuando el adulto empieza a hablar una lengua extranjera. Esa angustia aparece atenuada en las clases, pero cuando se pone en juego una necesidad, o sea, cuando uno tiene que ir a vivir en otro lugar y depende de esa lengua para habitar ese nuevo territorio, se siente mucho más fuerte el malestar. Incluso en un viaje uno puede sentirse incómodo por no saber o no querer hablar. Entonces podemos comparar el hablar una lengua extranjera con el entrar en otro territorio: Uno llega, inicialmente no se siente muy cómodo, necesita tiempo para acostumbrarse con las reglas y costumbres del nuevo lugar, pasa por un proceso de asimilación de la cultura y entonces ese lugar-lengua extraña se vuelve más familiar.

Tenemos una relación muy cercana con nuestra lengua materna, tanto que algunas personas cuando se enojan o cuando están bajo el efecto de una emoción muy intensa siente la necesidad de hablar en su idioma. Por otro lado, nuestra relación con la lengua extranjera es menos pasional, ya que no estamos tan identificados con ella. Tal vez por eso hayan personas que logran decir en el idioma extranjero aquello que en su lengua materna sería intolerable. Es como si el nuevo idioma tuviera la capacidad de eludir las prohibiciones internas acerca de lo que se puede o no decir. Las palabras extranjeras tienen otro peso. Entonces tal vez hablar otra lengua nos posibilite lidiar con algunas cuestiones de nuestra vida de otro modo, menos intenso quizás, y nos abra un otro campo de sentido que posibilite crear narrativas propias, un poco más alejadas de aquellas con las que el otro nos nombró.






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